23/8/09

Ella.- y él

Nueve años más de vida podrían parecer mucho, pero no para ella. Un día se encontraron, y ya no tuvo que buscar más. El tiempo se había detenido para hacer de las suyas, aunque ésta vez era distinto. Caminaba despacio, pero con paso firme, observando todo a su alrededor, sin perder detalle alguno que la sorprendiera. Ya no necesitaba correr. El cielo era más azul, el aire más liviano, el sentido y la razón le seguían de la mano, no importaba si se perdía, caminaba junto a él.

Ahora era una, y miles, envuelta en ritmos. Era la chamaquita que se ensuciaba la cara al comer, la mujer que se derretía con su mirada, la adolescente de berrinches tiernos, la que se enojaba y sonreía dos segundos después, la compañera de sueños y tristezas, la reina más amada, la que no necesitaba nada más que su mano, la niña mimada, pero mimadora, la que perdía el paso de las horas cuando se trataba de él. Si, ella, la que se entregaba en cuerpo y alma sin temor a ser observada.

Y es que había encontrado el espacio exacto para sus muslos y brazos, amoldaban al cuerpo de él con perfección, como si hubiera sido hecho para ella. O al menos así lo creía. En sus sueños imaginaba que iban a otra galaxia, donde todo fue creado a partir de ellos, y su corazón les latía fuera de la piel. Después despertaba, deseando con todas sus fuerzas no dejar de brillar para él, nunca.

Ahora un sí era sí, y el no, un tal vez. Porque ya no le temía a nada, a nadie. Había dejado olvidada la sombra que le perseguía, en la banca de aquel parque, donde por primera vez se encontraron entre gotas de lluvia. Recordaba tan bien ese segundo en que sus miradas se volvieron una, las risas extendiendose al viento, esas que nunca se apagaron.

Las tardes eran tremendas compañeras, seguidas de cómplices noches estrelladas que no cesaban de sorprender, y si pensaba que estaba en las nubes, no era nada comparado con lo que vendría. No importaba si al día siguiente se acababa el mundo, seguiría sonriendo, le seguiría cantando.

Junto a la cama acomodaba uno a uno los recuerdos que le iban engrandeciendo el alma. Coleccionaba colores en su bolsa de mano, que ahora podía compartir con él, para pintar juntos las nubes. Antes de dormir, la arrullaba con historias donde personajes valientes y de gran corazón cruzaban mundos paralelos de aventura en aventura. Y al despertar, le regalaba la sonrisa que iluminaba el día. Lo que antes creía una estúpida locura inalcanzable, era ahora una increíble realidad de dos.

Su corazón estaba a gusto. Y murió feliz.

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